La maestra de música y el genio rebelde
La gran maestra de música del siglo XX, la francesa Nadia Boulanger, recibe a un músico argentino, becado luego de ganar un concurso. El muchacho, que ha dado larga batalla para innovar en un género conservador, es un genio sin rumbo. Ese encuentro cambiará la historia.
Por Manuel Montali | LVSJ
Nadia Boulanger. Francesa. Nacida en 1887 en París, como fruto de una extensa cadena de talentos musicales. Eximia pianista, directora y formadora. Para muchos, la mayor y mejor pedagoga. La maestra detrás de los grandes maestros del siglo XX.
Su currículum tenía atributos de sobra para que, una estadía bajo su tutela, fuera un premio más que seductor para intérpretes y músicos del mundo. Y el concurso Fabien Sevitzky en 1954 tendría una doble gratificación: que la obra ganadora fuera adaptada por ese ilustrísimo director ruso, y que el compositor fuera becado para formarse durante un año bajo la atenta mirada de la señora Nadia. Para nada despreciable.
El ganador fue un argentino, marplatense. Un compositor y bandoneonista de muchísimo talento, que de muy chico había asombrado a Carlos Gardel en Nueva York, y que de muchacho, en Buenos Aires, se había ganado un lugar, por insistencia, en las filas de Aníbal Troilo. Después había cometido el desaire de dejar al "Gordo" para hacer su propio recorrido. Y ahí seguía, estancado, sin poder encontrar su lugar en Buenos Aires, queriendo innovar en un género en el que el ambiente era conservador. Andaba, en definitiva, bastante golpeado, cansado de que lo acusaran de no hacer piezas ya no solo imposibles de bailar, sino inclasificables como tango. Lo acusaban de pretencioso, que querer hacer música clásica bajo la excusa del "2 x 4". Y él respondía, con arrogancia, titulando a sus obras "Lo que vendrá", "Prepárense", "Triunfal". Respondía a las piñas, también, si era necesario, sin que lo amedrentaran ni los compadritos ni un defecto de nacimiento que le había dejado una pierna más corta que la otra. Se había trompeado con la pandilla de Jack
LaMotta en los bajos de Manhattan. Estaba curtido de tanto bandoneón y su otra pasión: pescar tiburones. No le esquivaba a las trompadas. Pero los golpes a su música dolían más, y lo iban noqueando.
Había ganado el premio con una pieza sinfónica titulada "Buenos Aires", que Fabien Sevitzky dirigió en persona en la capital argentina, sin poder escaparle a la polémica y a los incidentes que rodeaban siempre el nombre de ese compositor.
La beca en París le acarreaba otras dificultades no menores. Un año era mucho tiempo. Viajó con su esposa, Dedé, teniendo que dejar a los dos hijos del matrimonio, Diana y Daniel, con los abuelos, los "Noninos".
Llegó frustrado al departamento de Nadia. Agotado. En ese templo austero, en el que miraban de reojo algunos próceres (alumnos de renombre) y Lili (la hermana talentosísima de la maestra que había muerto joven), empezaron a trabajar juntos, a pulir su repertorio clásico. A lo mejor, tenía que resignar simplemente el tango y encontrar su lugar por ahí, entre la música que se enseñaba en los conservatorios.
Pero Boulanger tenía un oído clínico para identificar el rumbo de cada alumno. Y algo en la música de ese marplatense no le cuajaba. Se terminaba la beca. Ya era 1955. Ella le dijo entonces que las composiciones que él le había mostrado no estaban mal, pero quería escuchar lo otro.
-¿Lo otro? -le preguntó el alumno.
-Sí, lo otro. La música con la que usted se gana la vida en Buenos Aires.
Él sintió un poco de vergüenza. Cómo confesarle a la maestra francesa, figura de las óperas del mundo, que su música era el tango, un género alumbrado en los prostíbulos y conventillos del Río de la Plata, y que él mismo había interpretado más de una vez en los cabarets porteños, ante coperas y público ebrio, cuando no en bailes populares y clubes de barrio.
Sin embargo, Nadia insistió.
El alumno fue a sentarse sobre un pianito vertical. Tímido, y algo antiestético, ya que con lo que se lucía era con el bandoneón, con la rareza de tocar de pie, para comerse al público. Aunque todos sus temas, a excepción del que haría un par de años más tarde para despedir a su padre, los componía en piano.
Arrancó con los primeros compases de "Triunfal", con Boulanger a su espalda, sobre su calva incipiente. No hizo más que un par de compases. Sintió las manos de su maestra en los hombros. Esa maestra que era brillante en ayudar a los intérpretes a encontrar su camino.
-Esta es su música, esto es usted. Este es Astor Piazzolla -le dijo-. No lo abandone nunca.